Armando Reverón
BIOGRAFÍA
ARMANDO REVERÓN (Venezuela, 1889-1954)
Pintor, dibujante y escultor venezolano, nacido el 10 de mayo de 1889, cuyo legado está vigente y latente, gozó de gran difusión internacional cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Moma, le dedicó en 2007 una exposición retrospectiva de sus obras fundamentales.
Además de haber dado un giro al tratamiento de la luz incandescente, las obras de arte no pictórico que concibió Reverón, como sus muñecas, los objetos, las esculturas y hasta su propio Castillete autoconstruido, que lo hacen acreedor del título de precursor del arte povera, el happening y la instalación, siendo autor de al menos 600 piezas y objetos. Su obra es objeto de estudios tanto en Venezuela como en el exterior. La clasificación y periodización de sus fases pictóricas estuvo a cargo de su principal biógrafo, Alfredo Boulton, quien descubrió una temporalidad asociada al uso predominante de ciertos colores. Así el estudioso clasificó 3 etapas que llamó período azul, período blanco y período sepia.
Del Período azul (1918-1924)
En la primera etapa de Reverón se hace muy notoria la influencia del postimpresionismo, así como de artistas que merecieron su atención durante su estancia en Madrid, como Goya en sus últimas etapas. Este sería una de las figuras más emblemáticas para el pintor.
En el cuadro La cueva podemos ver a dos mujeres, como “odaliscas”, recostadas sobre un fondo apenas sugerido, que recuerda a La maja vestida y La maja desnudade Goya. Claro que esta variante de composición en la que se puede ver a una mujer recostada de forma sugerente corresponde a un tipo bastante común en el contexto del arte europeo.
Los desnudos serán uno de los temas constantes en la obra de Reverón. El simbolismo se hará presente en esta obra. Con un trazo aún impresionista (Figura bajo el uvero)
Este cuadro (Fiesta en Caraballeda) representa una escena de color local. Reverón capta en ella una celebración religiosa en el pueblo de Caraballeda de La Guaira. Pinceladas en manchones y puntos construyen la imagen final, haciendo privar la pintura sobre el dibujo que, como en el impresionismo, desaparece para dar espacio a los efectos de coloración y luminosidad.
Del Período Blanco (De 1925 a 1034)
El período blanco se desarrolló después de haber pasado un tiempo en Macuto, La Guaira, la ciudad puerto más emblemática de Venezuela, donde el artista pasará el resto de su vida. En este período, Reverón comienza a desintegrar el espacio y se enfoca apenas en los detalles que permitirán construir imágenes porosas y casi etéreas basadas en la observación de los fenómenos lumínicos tropicales de altísima intensidad.
Juanita fue la única mujer de Reverón y con ella vivió toda su vida. Fue su musa y su modelo, motivo por el cual son muchas las obras en las que el pintor la retrata. En esta obra, Reverón opta por un trazo grueso y abierto que no permite la finitud de la figura. Esta se integra en un solo plano con el ambiente y las flores, apenas sugeridas por grandes manchones casi expresionistas.
Del Período Sepia (1935)
La vuelta al mundo primitivista y a los objetos cotidianos será cada vez más notoria a partir de 1935. El pintor comienza a trabajar exhaustivamente con el color sepia, lo que marcará el tono característico de esta etapa. Además, se introduce el uso de nuevas técnicas y materiales.
En estas obras (Autorretrato con muñecas y Navidad con muñecas), Reverón usa el marrón como coloración principal. Junto a esto, muestra ya la obsesión del pintor por el tema de las muñecas que había comenzado a fabricar y que ahora serían también motivos para ser representados en sus pinturas en sustitución a las modelos.
Del Período Expresionista
La fase expresionista corresponde a los últimos años de su vida. En este período, Reverón comienza a explorar escenas casi teatrales y elementos plásticos, como el dibujo, se retoman una vez más. ( Obra: Cruz de mayo. Circa 1948)
En esta escena, vemos la representación de las celebraciones de la Cruz de mayo, una festividad cultural-religiosa que se celebra en muchas regiones de Venezuela, especialmente en las zonas costeras. La paleta de colores sigue centrada en el marrón, pero las líneas, aunque irregulares, vuelven a hacer su aparición.
Armando Reverón muere en el Sanatorio San Jorge en Catia, en Caracas, en el año 1954. Su obra ha marcado la cultura visual venezolana y se ha convertido en una referencia latinoamericana.
Cuatro miradas críticas sobre Armando Reverón*
A comienzos de la década de 1920, Armando Reverón decide trasladarse a Macuto y construir en ese pequeño poblado del litoral central venezolano, su vivienda. Lentamente el artista va levantando su «Castillete», especie de fortaleza-taller-habitación, en el que dará cuerpo a una de las obras más inquietantes de la pintura venezolana; espacio que fue su mundo y cuya significación en la conjunción de su vida y obra es, para muchos, la de un microcosmos que le defendía, también, de sus fantasmas interiores.
A partir de su instalación en Macuto –y sobre todo desde 1928, cuando la apertura del majestuoso Hotel Miramar a poca distancia del Castillete, incentiva notablemente en la burguesía caraqueña la tradición del veraneo en las playas de Macuto–, la obra y la figura misma de Armando Reverón van haciéndose «populares», atrayendo al Castillete a turistas y curiosos, pero también a intelectuales, escritores y artistas.
Desde entonces Reverón ha sido objeto de innumerables indagaciones (periodísticas, críticas, fotográficas, cinematográficas) que han intentado aproximarse a la complejidad de su universo creador.
Alfredo Boulton: la fascinación por el enigma reveroniano
Es Alfredo Boulton quien en un primer momento se acerca a Reverón como crítico e historiador de arte. Maravillado por su obra, Boulton comienza a visitarlo con frecuencia en la década de 1930, haciendo anotaciones de las características de su pintura y de todo cuanto rodeaba el acto creador de Reverón. Es en ese período cuando Boulton –quien es además pionero de la fotografía artística en Venezuela– toma la conocida secuencia fotográfica en la que se ve a Reverón pintando el retrato de Luisa Phelps, valioso documento gráfico sobre los singulares rituales que ejecutaba el artista al momento de pintar.
Pero será en 1955, año siguiente a la muerte de Armando Reverón, cuando Boulton escriba su primer texto general sobre el artista[1]. Este ensayo quizás sea uno de los primeros intentos –si no el primero– de establecer una biografía del artista y dar una mirada crítica global a su obra.
La formulación que allí se hace de la periodización de la obra reveroniana por categorías cromáticas[2] es ya clásica. La mirada de Boulton refleja su formación humanista en la academia europea, impregnada de la historia del arte y la cultura universales, y cuya visión «globalizante» –comprensiblemente eurocéntrica– es ajena, por otra parte, a las metodologías del conocimiento que legitimará el saber universitario contemporáneo a partir de la mitad del siglo XX. Lo que podríamos llamar su «amplitud humanista» (que lo lleva a acercarse al objeto sin restricciones metodológicas, con una visión que podríamos calificar de exegética) se enfrenta, en ese primer momento, a la dificultad que reviste el estudio de un fenómeno tan complejo –por sus múltiples implicaciones artísticas, históricas, psicológicas– como el representado por la vida y obra de «aquel estrafalario y delirante hombre»[3] que fuera Reverón.
Grandes distancias separan, además, al artista y al crítico. Boulton, proveniente de una familia de acaudalados empresarios, formado con el esmero de una educación europea, culto y refinado, descubre fascinado a un Reverón robinsónico y disidente, que como taumaturgo de un cosmos propio, parecía detentar los misterios de un oscuro ritual de la belleza.
Quizás por esto, algunos aspectos de la creación en Reverón constituyeron para Boulton constantes enigmas; indagó reiteradamente en ellos, como tratando de hallar en sí mismo una resonancia que le condujera a aprehender y explicarse el hecho en su verdad ontológica. Tal es el caso de las relaciones entre creación y locura, y entre creación y «conocimiento» en Reverón. En un primer momento el historiador ve en el artista a un ser hipersensible, de escasa cultura plástica que, atacado por la locura, deja escapar lo mejor de su genio a través de una sensibilidad desbordada:
«Reverón fue un intuitivo –dirá–, un hipersensible que sintió la luz y los colores y pintando a veces en el paroxismo de la demencia, lograba las más sorprendentes e inesperadas expresiones [...]. Las líneas, los arabescos surgían en ritmo delirante y casi sin contenerse, se iba al Playón y de pie sobre las rocas salpicadas de olas, sujetada la cintura por pesadas piedras para no perder el equilibrio, semejaba a un Tritón demente, maltrataba los deleznables lienzos hasta plasmar la deslumbrante armonía y el ritmo salvaje y voluptuoso del mar [...]. En esos momento perdía todo sentido de juicio...»[4].
Más adelante expresará:
«Hablamos en líneas anteriores de su relativa cultura; pues bien, es este el momento, aunque parezca un exabrupto, de ponderarla, casi de alegrarnos por ese semi-primitivismo intelectual en que vivió durante los últimos treinta años. Le cupo la suerte de poner a prueba su sensibilidad...»[5].
La obra posterior de Boulton se preocupará por desentrañar las diversas facetas del fenómeno reveroniano. Ya en 1966 Boulton revisa su interpretación de 1955, asumiendo que Reverón «cuando pintaba se hallaba bajo un total dominio de cordura»[6]. Posteriormente hablará de la patología como «un proceso como de purificación, de filtro que venía a tomar forma a consecuencia de aquellos tormentos físicos que el pintor se infligía»[7], y hasta comentará acerca de la «cordura de vida» del artista que «dejó estampada su afirmación en un magnífico acto de sinceración artística. Esa es la grandeza y la cordura que vemos en su trabajo»[8].
Sus estudios sobre Reverón abarcan múltiples aspectos: el biográfico, al que dedicó buena parte de las investigaciones que actualmente lo convierten en el principal biógrafo del artista; el documental, en el cual logró juntar y crear gran cantidad del material documental que hoy se tiene sobre Reverón; el histórico, el psicológico y, sobre todo, el plástico propiamente dicho, que asume desde las perspectivas de la historia del arte, la crítica formal-descriptiva –impregnada de gusto, emoción y subjetividad–, y el estudio de las técnicas pictóricas, los estilos y los temas, llegando a formular su famosa interpretación sobre la relevancia del factor lumínico en Reverón.
El aporte de Alfredo Boulton al conocimiento que hoy tenemos de la obra del gran artista que fuera Armando Reverón puede calificarse de fundamental. No sólo nos dejó importantes documentos: su mirada misma descubrió innumerables facetas del fenómeno que tanto lo apasionó, formando un invaluable terreno crítico para la posteridad. Además, su sensibilidad nos legó, también, el asombro y la fascinación por esa obra venezolana de enigmáticos contenidos.
Juan Calzadilla: Reverón revisitado
Si a Alfredo Boulton debemos el primer acercamiento crítico general a la vida y obra de Armando Reverón, a Juan Calzadilla tenemos que reconocerle su insistente afán por develar nuevas aristas del complejo mundo reveroniano, a través de la revisión de muchas de las nociones críticas que sobre la obra del maestro –entre éstas la de Boulton– habían sido enunciadas.
Desde 1955 el joven Calzadilla comienza a escribir artículos sobre Reverón en la prensa venezolana. En éstos expresa una genuina preocupación por el desconocimiento del artista, exhortando a la profundización en los contenidos de su obra a través de estudios que respondieran al sinfín de interrogantes generadas por ésta. «Aunque se ha escrito mucho sobre Armando Reverón –escribía en 1957–, no se tiene aún una monografía que interprete con la debida profundidad la obra de este pintor. Reverón es hoy un famoso desconocido»[9].
A partir de entonces Calzadilla parece arrogarse parte de esta misión. Es indudable que dentro del interés de este crítico va inscrita una revisión biográfica profunda de Reverón, que lo lleva a desentrañar y relacionar múltiples aspectos de su vida –sobre todo de su infancia– con algunas de sus resoluciones pictóricas y existenciales posteriores.
La mirada de Calzadilla está impregnada de un conocimiento que atañe tanto al arte como a la sociología y psicología contemporáneas y, también, de un temple –característico en otros críticos de su generación– que podríamos llamar de «irreverencia creativa», que lo hace rehuir y revisar constantemente los puntos de vista tradicionales y oficiales. Su contexto formativo lo lleva a concebir el arte a través de una visión modernista o «modernizante» de la historia, en la que la noción de progreso se halla legitimada por el auge de las vanguardias internacionales.
Quizás uno de los textos que más claramente expone y resume los planteamientos reveronianos de Calzadilla sea «Reverón: su universo como idioma», publicado con motivo de la Exposición Iconográfica y Documental que en el centenario del nacimiento del artista organizara la Galería de Arte Nacional de Caracas[10]. En este texto enriquecedor, Calzadilla reformula la periodización hecha por Boulton al entender que ésta solo apunta a «momentos estelares», y deja de lado períodos de transición importantes para la comprensión global de la obra. Describe entonces un primer período formativo, comprendido por obras iniciales de temas religiosos, bodegones, paisajes, realizadas por Reverón entre 1908 y 1915 aproximadamente. Asimismo hace una revisión de las Épocas Azul y Blanca, ofreciendo nuevas interpretaciones. Como «Serie de las Majas» caracteriza Calzadilla un período de deslinde de la Época Sepia, en el que Reverón creó obras de honda simbología erótica; hace también referencia a un período expresionista que reúne la producción de los últimos años del artista en los que éste «se internó, mirándose a sí mismo, en el fantasmagórico universo de su imaginación»[11].
Pero hay, sobre todo, tres aspectos sumamente novedosos y reveladores en la conceptualización de Calzadilla que vale la pena analizar: uno, su intento de estudiar el fenómeno de vida y obra en Reverón como una manifestación creadora integral; otro, la explicación de las relaciones entre locura y creación en base a los argumentos de la antipsiquiatría; por último, las relaciones entre pintura y emoción en algunos temas tratados por Reverón.
Es Calzadilla quien primeramente llama la atención en torno a la producción «informal» de Reverón, que engloba objetos y acciones rituales. Dejando de lado su afán de legitimar tal producción como antecedente de movimientos artísticos posteriores (que permanecen fuera del contexto mismo de la creación reveroniana, y cuya referencia sólo puede ser lejanamente comparativa), Calzadilla apunta a una noción integradora de vida y obra en el artista, en la que el marco de su patología –y de las defensas creativas que Reverón esgrimió para enfrentarla– crea un universo propio, globalizante:
«Se pasa por alto que, por ser "atributo de la personalidad" y no un mal contagiado o heredado, integrada como está a toda la estructura psíquica del sujeto, la esquizofrenia tiene de suyo un estilo que marca sus trazos [...]. Es tarea más fácil de lo que se supone comprobar la compatibilidad que hay entre la conducta de Reverón y su obra pictórica, así como la unidad de ésta respecto a lo que Freud llamó "procesos primarios", y los cuales se dirigían en nuestro artista a la producción de otras formas creativas, los objetos y la actividad lúdica implícita en todo ello como universo y totalidad indivisible, integrada a su personalidad [...]. Toda esta complejidad, cuya base de operaciones es el interior y el afuera del Castillete, puede entenderse como una estructura imaginaria en donde cada parte emite hacia el resto sus propias señales, habla su lengua, nos informa y arrastra. Quiere que descubramos a Reverón como acción»[12].
Esta interpretación del conglomerado vital de Reverón, es formulada por Calzadilla a partir de su excelente estudio sobre la patología del artista basado en la revisión de los testimonios de los doctores J. A. Báez Finol y Moisés Feldman, tratantes de Reverón, validados a posteriori bajo la perspectiva de la antipsiquiatría. Esta disciplina considera que la esquizofrenia no es una enfermedad del individuo sino, en cierto modo, de la sociedad, una disfunción en la integración de la estructura psíquica del hombre y el psiquismo –alienado– que la sociedad le impone. Esto ya había sido vislumbrado por el Dr. Báez Finol al dictaminar «que Reverón no sólo no estaba enfermo, sino que lo que en él atribuía la sociedad a locura, no eran sino los signos de un mensaje que sustentaba y, por así decirlo, legitimaba, con su persona, una experiencia integral de arte»[13].
Los aportes de esta visión al conocimiento de la obra pictórica de Reverón, fueron esbozados por Calzadilla al explicar la reiteración del artista en el tema del Playón. Para Calzadilla, Reverón pintaba el paisaje según imágenes arquetípicas formadas por la emoción que el entorno le inspiraba y que sólo rememoraba, paradójicamente, frente al paisaje mismo. El artista se obsesionaba por «recobrar la integridad de su percepción de la realidad», imprimiéndole gestualidad y dinamismo cromático al «esquema» compositivo grabado en su mente. Rememoraba la emoción; su pintura era, entonces, «el reino de la emoción puramente recobrada»[14].
Sin duda la obra de Calzadila hace aportes muy relevantes al estudio de la producción artística de Reverón. Al profundizar en las relaciones de arte y vida, insoslayables al momento de estudiar el complejo mundo reveroniano, Calzadilla abre el camino a enormes posibilidades para la interpretación contemporánea de la obra de Armando Reverón.
El puro mirar de Miguel Arroyo
Si bien los trabajos de Miguel Arroyo sobre Reverón forman un conjunto reducido, sus amplios conocimientos en diversos campos del arte, su exquisita sensibilidad y, sobre todo, su sabio y profundo mirar, han permitido que su acercamiento a la obra del famoso pintor devele nuevos matices, constituyendo un ineludible aporte crítico. El mirar de Arroyo se detiene en la pintura misma. Conocedor del arte de pintar en su técnica y en su inaprehensible misterio, Arroyo se introduce en la obra desnudando sus basamentos técnicos y formales, accediendo a una percepción verdadera, desprejuiciada y lúcida. La obra de Reverón se nos revela entonces en todo el esplendor de su dimensión formal; a partir de allí, comprenderemos también la grandeza de un Reverón menos «primitivo», menos puramente intuitivo: un consecuente buscador de la belleza.
«Aunque no lo parece –dirá en un análisis memorable de una pintura de Reverón–, Casilda está pintada en un coleto de trama abierta, sólo que Reverón lo selló con una base y con una imprimatura de color turquesa. Ese turquesa de fondo no fue puesto allí al azar, ya que lo vemos aparecer, como color, en lo que debía ser el blanco de los ojos, en la boca, en la nariz, en el cuello y en diversas partes del contorno.
Él actúa a la vez como agitador (encendiendo los rosas, haciendo más profundos y azules los azules) y como unificador: envolviendo a Casilda en una atmósfera dulce y apacible. Casilda es ya una lección de cómo usar el color. En ella Reverón nos dice cómo rodear a un reducido fragmento de azul de Prusia para que estalle en toda su intensidad y le quite al negro su negritud y monotonía [...]. Es también una lección de texturas, pues son ellas las que hacen que una superficie condenada a permanecer inerte, por la acción de los tonos oscuros, viva y cree una sorda agitación, como un murmullo, que culmina y encuentra su voz en el adorno rojo»[15].
Podría decirse que la mirada de Arroyo trasciende lo formal, al dar a estos valores una significación histórica y estética en un amplio sentido. Y es que su obra apunta a la reflexión del hecho cultural enmarcado en un complejo contexto de significaciones. Así, su acercamiento a Reverón también va dirigido a dilucidar su impronta en las artes y la cultura nacionales. Al analizar, por ejemplo, las distancias que separan a Reverón del Impresionismo francés –distancias que Arroyo inscribe, primeramente, dentro de lo formal–[16], concluye con una sentencia que sitúa su obra en una dimensión estética e histórica: «con Reverón tiene la pintura venezolana el primer testimonio de que el matiz propio dentro de la corriente universal era una meta alcanzable»[17].
En ocasión de la exposición antológica de Armando Reverón realizada en Madrid en 1992, Miguel Arroyo organiza el conjunto de la obra del artista en varios grupos temáticos, que podrían resumirse en: I- Obras tempranas (1912-1924), en las que se nota la influencia española y comienzan a vislumbrarse rasgos de su posterior estilo personal, como en el Retrato de Enrique Planchart; II- Paisajes del litoral y marinas (1926-1940), obras realizadas en Macuto, caracterizadas por la preeminencia del blanco y la síntesis formal, como Cocoteros en la playa; III- Figuras y paisajes (1932-1940), en las que Reverón trata la figura humana con amplia gestualidad y poder de síntesis, dando relevancia al soporte y a la luz como materia esencial; IV- Figuras en grandes formatos (1933-1948), pinturas que reflejan la seguridad técnica que Reverón había alcanzado para entonces, en las que podríamos enmarcar a Anciano, tres mujeres y niño; V- Temples y tizas (1933-1947), en las que los trazos, la factura no atmosférica y el uso de colores patentizan una mayor voluntad de realismo; VI- Paisajes del Puerto de La Guaira (1940-1945), cuadros que retratan la actividad portuaria y resumen las experiencias anteriores en cuanto a luz, atmósfera, color y síntesis de medios; VII- Objetos (1923-1954), expresiones que se hallan entre el juego, la artesanía, la teatralidad, y dejan entrever la gracia pura de la sensibilidad reveroniana.
La fina erudición, el rigor, los conocimientos de arte, literatura e historia, la lúcida sensibilidad, son herramientas que han permitido a Miguel Arroyo acercarse a Reverón tratando de hallar en él, en su vida y en su obra, una como perdida –u olvidada– y justa coherencia ontológica. Concluirá diciendo:
«Para expresar su realidad, Reverón tuvo que hacerse uno mismo con sus materiales y crearse su propio lenguaje. Un lenguaje de "sabias marcas instintivas", como diría Bacon, y tan irrepetibles –aún por él mismo– como la realidad visual que percibía. Por ello Reverón, además de enseñarnos a ver, nos enseña también, en qué consiste el ver, como actividad distinta –y complementaria– del palpar, del imaginar y del conocer»[18].
Su propia coherencia ideológica le ha permitido evadir las verdades fáciles o impuestas, lo meramente doctrinario, la tan contemporánea asepsia de ideas que pareciera querer esterilizar todo campo de estudio: heredero de un amplio saber humanístico, Arroyo quiere conocer, pero dejándose llevar por su sabia mirada, acudiendo a sus conocimientos y a su sensibilidad, siendo fiel al llamado de la Cultura que acaso sea, también, el de la Belleza.
Luis Pérez Oramas: la pintura como sudario
La obra que sobre Armando Reverón ha escrito Luis Pérez Oramas detenta una evidente consistencia teórica. La rigurosa formación de este joven crítico en los campos de la historia del arte, la filosofía y la estética, amén de su sosegado equilibrio intelectual, le han permitido esbozar una hipótesis global sobre la obra reveroniana, estructurada sobre las bases metodológicas de una particular hermenéutica. En esta también se deja sentir su formación literaria y su ejercicio de la poesía, no sólo en la asunción de la crítica como escritura, sino en el empleo de la imagen poética como recurso crítico en sí mismo.
En su ensayo «Armando Reverón o la crítica del impresionismo puro»[19] el autor esboza las bases metodológicas de su pensamiento, rescatando las posibilidades del «trabajo fenomenal» de la percepción estética de la obra de arte a partir de una estética –no sociológica– de la recepción, y de una concepción de la historia del arte alejada de lo meramente genealógico.
«Se trata, en suma, a partir de la presencia empírica de la obra [...] de describir y de definir cómo ella engendra el espacio fenomenal de su propia recepción estética. Se trata, en fin, de definir el trabajo estético de la obra de arte como trabajo de la recepción hic et nunc, pero también como posibilidad de una recepción universal...»[20].
La hipótesis que Pérez Oramas concibe para argumentar su interpretación de la obra reveroniana, reposa en la consideración de que ésta se inscribe en el espacio de la modernidad sin proponérselo, sin seguir programa alguno, mediante el efecto mismo de su existencia como tal.
Reverón, llevando a los extremos la visualidad y materialidad de la pintura impresionista –al llegar a la representación monocroma, a la asunción de la pintura como objeto autoreferente–, inaugura para la pintura nacional el tiempo moderno (articulado, por demás, con nuestra tradición por la reinserción que lleva a cabo del elemento hispánico).
Este impulso hacia lo sintético, lo pictóricamene precario, lleva a Reverón a realizar «una inversión trascendental del axioma moderno que afirma, estratégica o accidentalmente, el fin de la representación. La obra de Reverón denuncia con una claridad extrema que, tras este estadio crítico de la representación, tras este agotamiento sublime de la visibilidad, subsiste una materia visible, un cuerpo resistente, una objetualidad inmanente»[21].
Para Pérez Oramas la obra de Reverón reconstruye la posibilidad de representación negada a la pintura moderna, a partir de la incorporación de una «gestualidad radical», de una síntesis pictórica transvasada en gesto, que permite a la pintura, desde esta precariedad de sus elementos, revelarse «como "objetualidad", como escena potencial y, por lo tanto, como instalación»[22].
En las pinturas de la Serie de las Majas –que dejan traslucir el soporte y en las que Reverón trabaja el tema del interior de El Castillete– Pérez Oramas vislumbra un como reencuentro del arte con sus orígenes temáticos y formales. En algunos cuadros de esta serie, Reverón aparece tímida y desdibujadamente representado. Estos «autorretratos arcádicos» anuncian para la pintura la revelación de la Arcadia: «estar en ella a la vez como yo y como muerte»[23].
Así, la pintura y la obra toda de Reverón podría compararse con un «sudario»:
«Desde la transpiración inmaterial de la luz que concluyó identificándose con una aparente aniquilación de las imágenes pictóricas, hasta el redescubrimiento de la corporalidad del arte sobre la cual los rasgos de la operación artística irán acumulándose como una transpiración gestual. La clave del Sudario como emblema sublime de lo que queda [...], pero también como objeto cuya especificidad –y eficacia– no puede separarse de su instalación, ilumina pues esta trayectoria que hoy aparece como una verdadera poética de los soportes del arte»[24].
La figura del sudario resume la hipótesis de que la obra de Reverón se inserta en los parámetros modernos, superando la crisis de representación –aunque nunca separándose del todo del aura de aniquilación que supone esta crisis– por una reconvención en esos mismos parámetros.
La obra de Luis Pérez Oramas es profunda y acuciosa. Son numerosos los temas que, en torno a Reverón, esboza e indaga. Las tradiciones artísticas occidentales emparentadas con Reverón, los paradigmas históricos que podrían relacionársele para el enriquecimiento crítico de las interpretaciones, los problemas formales y temáticos de la sombra y la luz en Reverón, son sólo algunos de los aspectos que esperan ulterior desarrollo
En Luis Pérez Oramas se vislumbra, de esta manera, la urgente renovación de los modelos críticos con que ha sido abordada la obra de Reverón, es decir, una actualización de las interpretaciones que permita abrir nuevos caminos para su comprensión en el contexto venezolano, latinoamericano y universal.
Notas
[1] Este texto, «Armando Reverón o la voluptuosidad de la pintura», apareció en el catálogo de la Exposición Retrospectiva de Armando Reverón que organizara en 1955 el Museo de Bellas Artes de Caracas, poco tiempo después del fallecimiento del artista, y en la que lograron reunirse casi 400 obras. (Caracas, 1955)
[2] Los períodos señalados por Boulton son: Época Azul (1919 a 1924, aproximadamente), impregnada de la influencia de su amigo ruso, el pintor Nicolás Ferdinandov, en la que Reverón realiza «óleos de empaste esmerado, de armonías oscuras y profundas, donde los azules y el ultramar eran los principales elementos» (Op. cit., pp. 6-7); Época Blanca (1924 a 1933), período al que Boulton da mayor relevancia, debido al alto grado de síntesis cromática y expresividad lumínica alcanzadas por Reverón, quien «entra todo reluciente en la enceguecedora luz del litoral [... haciendo de] esos lienzos blancos [...] indudable prueba de su maestría y de su genio» (Ibídem, pp. 8-9); y la Época Sepia (1940 a 1946), en la que el artista pinta desnudos y escenas del Puerto de La Guaira y los tonos cambian «hasta evolucionar hacia los ocres y sepias» (Ibídem, p. 10). Boulton señala, además, un período de «transición» (1933 a 1937) entre el blanco y el sepia constituido por obras hechas en guache sobre papel.
[3] Op. cit., p. 5.
[4] Op. cit., pp. 8-9.
[5] Op. cit., p. 10.
[6] BOULTON, Alfredo: Reverón, Ediciones Macanao, Caracas, 1979, p. 25.
[7] Op. cit., p. 117.
[8] BOULTON, Alfredo: «La obra de Armando Reverón» en: Museo de Arte Contemporáneo de Caracas: Obras maestras de Armando Reverón, Caracas, agosto, 1979, s/p.
[9] CALZADILLA, Juan: «Armando Reverón» en Crónicas de Caracas, N° 34, 1957.
[10] CALZADILLA, Juan: «Reverón: su universo como idioma» texto incluido en el catálogo de la muestra «Armando Reverón. Exposición iconográfica y documental en el centenario de su nacimiento«, Galería de Arte Nacional, Caracas, 1989.
[11] Op. cit., p. 6.
[12] Op. cit., p. 32.
[13] Op. cit., p. 29.
[14] Op. cit., p. 22.
[15] ARROYO, Miguel: «El puro mirar de Reverón» en: ARROYO C., Miguel G.: Arte, educación y museología. Estudios y polémicas. 1948-1988. (Compilación de Roldán Esteva-Grillet), Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1989, pp. 92-93.
[16] «[Reverón] retoma el problema de la "luz" con una nueva visión y de manera completamente distinta de como lo habían hecho aquellos [los impresionistas]. Reverón no escoge el camino del color [...] sino el de la gradual supresión del mismo. A diferencia de la cuidadosa factura impresionista, la suya está hecha por pinceladas parecidas a las que más tarde emplearon los "pintores de acción" y al igual que éstos, Reverón no preconcibe el cuadro, sino que ataca directamente en la tela cualquier tema que atraiga su interés». En: ARROYO, Miguel: «Breve introducción a la pintura venezolana», Op. cit., p. 37.
[17] Ibídem
[18] «El puro mirar de Reverón», Op. cit., p. 95.
[19] Luis Pérez Oramas: «Armando Reverón o la crítica del impresionismo puro» en: Revista Sintaxis, N° 23-24, Tenerife, 1990, pp. 135-151.
[20] Op. cit., p. 139.
[21] Luis Pérez Oramas: «Reverón y el arte moderno» en: Galería de Arte Nacional: Armando Reverón (1889-1954). Exposición antológica, Caracas, 1992, p. 62.
[22] Ibídem
[23] Luis Pérez Oramas: «Reverón: la pintura como eclipse» en: Fundación Museo Armando Reverón: Rostros de Reverón, Macuto, 1994, p. 11.
[24] Luis Pérez Oramas: «Armando Reverón o la crítica del impresionismo puro», Op. cit., p. 148.
Katherine Chacón
* Este texto fue originalmente publicado en el catálogo de la exposición «Armando Reverón. Luz y cálida sombra del Caribe», que itineró entre 1996 y 1997 al Museo Nacional (Bogotá, Colombia), al Museo de Arte Moderno (Santo Domingo, República Dominicana), al Museo de Arte Costarricense (San José, Costa Rica), al Museo de las Américas (San Juan, Puerto Rico) y al Museo de Arte Contemporáneo del Zulia (Maracaibo, Venezuela). Esta muestra fue organizada por la Galería de Arte Nacional y el Museo Armando Reverón. (Caracas, 1996, pp. 46-54).
© Katherine Chacón
Publicado por Oficio de mirar
https://katherinechacon.blogspot.com/2016/09/cuatro-miradas-criticas-sobre-armando.html