La sucesión de líneas sobre campos de color progresivamente degradados persigue el propósito de alcanzar por vía de la expresión artística el “satori”, aquella iluminación repentina que conduce a la verdad.

Acuario

por Julio Cortázar

Con un sútil artificio de rampa de lanzamiento, la pintura de Leo Agüero nos proyecta fuera de tanta monótona gravedad cotidiana para instalarnos en una órbita donde la amistad entre el espacio, la línea y las hormigas es posible donde diminutos guantes de fieltro escriben inmovilizados y velocísimos un mensaje que va de rama en rama y de hongo en hongo; mensaje para nadie y quizá por eso para todos, ya que su eficacia nace justamente del esquivo azar que la sensibilidad suscita y favorece sin otro fin que el líquido caer de la gaviota sobre su ala; la danza en torno al arca; la misteriosa migración de las polillas en los plenilunios. Ante una pintura que tanto tiene de operación mágica -pero la magia es una ascesis, un largo y riguroso descenso hacia lo alto, no lo olviden quienes se obstinan en confundir liviandad con ligereza-; asombra casi que el pintor decida desde fuera, con las seguras armas del oficio, esa otra más secreta decisión que viene del instinto, ese oráculo zigzagueante que en cada cuadro propone una enigmática respuesta a las preguntas del deseo. E1 equilibrio en su forma más ardua eso que hace la gracia de la ardilla o el ciclo del planeta, esa indecible alianza de la exigencia y la fugada a las pinturas de Agüero la exacta tensión que las mantiene vivas en su acuario, el ritmo que repite el respirar sigiloso de las plantas. Su arte nace de fijar el instante, sin que cese la vida, de que todo está allí latiendo en el exacto centro el cristal de roca. Un vaivén de la tela boca arriba, y ya la tinta puebla la nada, instala cadenciosa sus aduares en la blanca arena sin tiempo. Pero el rabdomante conocía la vena del agua, esas manos orientaron sus criaturas con la certeza de una larga vigilia. Por eso, creo, hay en esta pintura como una felicidad profunda, un sentimiento de conciliación y de encuentro. Los menudos seres que la habitan levantarán sus tiendas y seguirán a nuevas aventuras; pero cada etapa del viaje estuvo marcada por una estrella fiel, tuvo el sabor de la fruta mordida a mediodía y el temblor del hombre cuando llega el instante de elegir y siente el temible, el delicioso privilegio de su libertad como un viento en plena cara.

Reseña

Torres Agüero nació en La Rioja. Vivió allí hasta los diecisiete años e incluso sus primeras exposiciones individuales las realizó en esa ciudad en los Museos Arqueológicos de Inca Huasi. En 1950 hace su primer viaje a Europa y reside dos años en París donde trabaja junto a Cándido Portinari. Su otro gran maestro fue Lino E. Spilimbergo. De regreso en Buenos Aires colabora con psiquiatras en los tratamientos de psicoterapia por medio de las artes plásticas y realiza un mural junto a Leopoldo Presas en la Galería Santa Fe. En 1959 viaja a Japón donde reside durante dos años. Allí las filosofías orientales serán una fuerte influencia para él y las hará perdurar en la intencionalidad de su obra, como en el ejemplo de su técnica pictórica que acabamos de citar. Y, realizará pinturas sobre telas con grafismos en tinta, también a la manera oriental. A partir de 1962 vive en París, de donde regresa recién en 1987. Su ausencia del país no opacará su presencia en exposiciones en galerías de Buenos Aires, además de muchos otros lugares del mundo. Luego de una estadía relativamente breve, vuelve a París como agregado cultural en la Embajada Argentina con el gobierno que asume en 1989. Sólo deja ese cargo para tomar el de embajador ante la Unesco en la misma ciudad.