Pocos pintores guatemaltecos abrazaron la experimentación y la temática social como Roberto Ossaye (1927-1954). La pintura de Ossaye, ido a destiempo, es una de rica elaboración formal, y de audaz ejecución. Él tuvo la visión y el arrojo de emparentar la modernidad europea a lo mejor de la tradición pictórica guatemalteca, y latinoamericana.
La pintura de Roberto Ossaye se impone poco a poco, pero de manera intensa, frente al magisterio de virtuosos regionalistas de la talla de Alfredo Gálvez Suárez, Humberto Garavito, Jaime Arimany y Carmen de Pettersen. El momento en que se desarrolla y madura la obra de Ossaye era propicio al cambio. No olvidemos que el arte era entonces el único refugio seguro contra la intolerante e intolerable dictadura del General Ubico. Pintores como Antonio Tejeda y Ovidio Rodas Corzo intentan aproximarse a esa visión que reflejaba el asombro frente al horror y al terror de la guerra, y a la contumaz violencia del Estado.
La dictadura del General Ubico (1931-1944) aunque más breve, corre paralela a la del General dominicano Rafael Trujillo y al igual que éste, Ubico trató de impedir que se filtrara la influencia del muralismo mexicano y el contundente arte público. En República Dominicana Suro, en Cuba, frente a Batista, Wilfredo Lam y en Guatemala Ossaye, quizás sin conocerse emprenden caminos similares para desbordar los límites estéticos establecidos por la oficialidad.
Roberto Ossaye crea dentro del lienzo su propia revolución. Una lucha que no se manifiesta en aspavientos, en alaridos cromáticos ni en climáticos arrebatos de exaltación. Su obra posee el peso y la contundencia de una disensión bien planteada, concreta, inapelable. El terror de la dictadura de Ubico aparece reflejado en rostros que bordean el grito y el dolor.
El conflicto no está en la representación de hombres armados, sino de hombres que se tragan su llanto y que esperan austeros el momento del golpe. Estos juegos visuales no eran fácilmente perceptibles por la oficialidad guatemalteca. Pero a su modo, Roberto Ossaye pelea y gana una revolución silenciosa, aterida al lienzo y al retrato de una sociedad angustiada pero vital y poderosa.
Pero al crítico le interesan mucho más los aspectos formales de la obra que los circunstanciales. Y es allí donde Roberto Ossaye supo equilibrar la balanza entre el fondo y la forma, entre continente y contenido. Porque desde el punto de vista formal, la obra de Ossaye reúne las virtudes de calidad de ejecución, visión creativa y una concepción estética del hombre frente al dolor y la muerte. Sin embargo, no se queda ahí, trasciende esa realidad inmediata y nos dirige a una visión del mundo en que primen, sobre todo, la justicia y la verdad.
Es sorprendente cómo el ingenioso calidoscopio visual de Roberto Ossaye es capaz de reunir en una obra tanto la modernidad latinoamericana, como el grito de la fallida epopeya indigenista y el más auténtico y enérgico canto de indignación contra la crueldad de los tiempos. Roberto Ossaye es pues un luchador silente, un abogado de ciertas causas perdidas, una antorcha que estremece conciencias y que reitera la necesidad de cambios o que apunta con su índice acusador a los ogros de la violencia y de la incomprensión.
La obra de Ossaye es menos conocida fuera de Guatemala de lo que habríamos de suponerle dada la importancia y trascendencia de sus bríos creativos. Pero en la cultura latinoamericana los golpes de efecto de políticos y dictadores, ensombrecen el destino de las grandes luminarias y ensordecen sus gritos de alerta. La pintura de Ossaye es comparable a la de un Rufino Tamayo, de un Guayasamín, de un Wilfredo Lam, de un Obregón, y en fin, de tantos otros maestros que apostaron al poder de la imagen y apuntaron desde allí a las graves deficiencias de nuestra sociedad.
Fernando Ureña Rib