Por lo datos leídos en el magnífico trabajo “Recordando a Gertrudis Chale” que el Dr. Mauricio Neuman –amigo y entusiasta coleccionista de su obra– escribió para la revista Archivos del Presente, sabemos que la artista había nacido en Viena en 1898; que era de ascendencia judía, que su apellido era Schale, pero que ella, ya residiendo en nuestro país lo argentinizó (aunque habría que decir lo americanizó) transformándolo en Chale, cuya resonancia de inmediato evoca la “chala”, esa lámina vegetal que envuelve el marlo. Había egresado de la Escuela de Artes y Oficios de Viena y luego se perfeccionó en la Academia de Munich. Infatigable viajera desde sus inicios, después de pasar un tiempo en Zürich, donde realizó alguna exposición, se instaló brevemente en París; allí contrajo matrimonio con un francés y recaló posteriormente en España donde trabajó como decoradora contratada por una casa comercial; al final de su residencia en la península, pasó una larga temporada en las Islas Baleares.
Dado el ascenso del nazismo en Alemania, Gertrudis Chale decidió no volver a Austria y es así como a fines de 1934 llegó a la Argentina. Al poco tiempo se divorcia y alquila una vivienda en Quilmes, zona suburbana donde lo rural y lo urbano conviven con total presencia, confín de la gran ciudad que, por un lado, mira al Río de la Plata y, por otro, al campo abierto.
Por numerosos testimonios y por sus propias palabras sabemos que de entrada sintió un gran acercamiento al país; de ahí las declaraciones –que configuran todo un programa– y que fueron publicadas por el crítico Romualdo Brughetti, otro gran entusiasta de su obra, al poco tiempo de su muerte en la nota que en 1954 dedicó a la artista en la revista Criterio: “Mi imperativo es reflejar imágenes sintéticas de un sector de la Argentina actual, rehabilitando parajes, gentes y cosas que despectiva y erróneamente se calificaron de “feas”. Pero también representaré la tierra argentina como fenómeno integrador de América en sus aspectos eternos e inmutables. Quisiera pintar inconfundibles imágenes de la tierra argentina, tales que se vea en ellas algo de su tremenda realidad y de su misterio. Algo que sea distinto a todo lo demás. Ese algo inmenso y hondo que aunque no se vea está detrás de todas las cosas y llevarlo por su calidad a un nivel universal”.
Es importante señalar que las obras fechadas en Quilmes –aunque por momentos adquieran un carácter surreal– dan una realidad tremendamente sensible a lo que sólo es ausencia, pues en esos paisajes lo único que alcanza soberanía es la nada, la extensión ilimitada expuesta al cosmos y la precariedad de solitarias arquitecturas que son como fantasmales escenografías de un mal sueño. Algún caballo atraviesa la escena como otra cifra de la pesadilla. Pero estos cuadros ya nos anticipan algo del clima que la artista va a descubrir más exhaustivamente en ese mundo andino que tan profundamente vivenció y amó en sus constantes recorridos por el norte de la Argentina, Bolivia, Perú y Ecuador.
Y aquí es imprescindible aclarar que si por un lado hay una América elocuente, racional, industriosa y tecnológica, de sujetos dinámicos y “progresistas”, casi siempre de espaldas al corazón del territorio, que se despliega a lo largo de los puertos de las ciudades del continente, Gertrudis Chale eligió la otra, la de los descendientes del mundo prehispánico, la de aquellas regiones donde la superposición de naciones indígenas y blancas es una presencia determinante. Dicho en otros términos, la América silente que suma millones y millones de habitantes que viven o sobreviven al margen de aquellas grandes ciudades. La América de susurros quechuas y aymaras donde todavía laten las verdades de los mitos, los símbolos y los emblemas, a lo largo de miles de mercaditos y calles que suben y bajan llenas de ambulantes que ofrecen sus imponderables mercancías.
Por eso en casi todas sus obras, la artista transmite ese espeso silencio de algo inexpresable que se prolonga en el gesto por la ceremonia del rito cotidiano que se reitera en la costumbre. En la tensión o falta de tensión de los cuerpos que parecieran mantener un interminable soliloquio, es difícil adivinar por donde circula la energía –evidentemente subterráneas– en aquellas formas que por momentos aparecen como congeladas. Por otra parte, así como en aquellas escenas de los cuadros fechados en Quilmes, en estas obras pareciera acrecentarse el estar expuestos al cosmos, lejos de la idea de resguardo. Y es de aquí –a mi juicio– de donde las obras de Chale extraen ese clima poderoso que se respira en sus paisajes y en sus escenas con personajes. Evidentemente se trata de un mundo hermético donde pareciera que el tiempo ha dejado de pasar o fluir; como si estuviera reservado para la otra América, la de la “lógica del bienestar”, y ésta lo viera pasar ¿con estúpida o sabia resignación?
Frente a la obra de Gertrudis Chale no puedo dejar de pensar en aquellas palabras del pensador Rodolfo Kusch (argentino pero de procedencia alemana) que en su libro “América Profunda” propuso la categoría del “mero estar” de América, aprovechando que nuestra lengua –a diferencia de las anglo-sajonas y el francés– diferencia “ser” de “estar”. Y no puedo dejar de evocar las palabras de Kusch porque las imágenes de la artista parecieran ilustrar con estremecedora contundencia aquella categoría empleada por él. Al respecto, es oportuno traer a colación lo que nos dice el psicoanalista y pensador Jorge Alemán en su reciente libro “El Porvenir del Inconciente” con respecto a la diferencia: …“el estar es más contingente. Es una cosa que las lenguas que no tienen esta distinción no pueden captar” (Pág. 45). Obviamente esta reflexión nos introduce en la idea de la innecesariedad de la existencia.
Arriesgando una metáfora fuerte me atrevería a decir que el viaje de Gertrudis Chale desde su Viena natal –esa Viena de Witgenstein, Loos, Freud, Kraus, Hoffmanstal, Berg, Weininger, Klimt, Schiele y tantos otros hombres y mujeres de ciencia, artistas y pensadores fundamentales en la construcción intelectual del siglo XX– fue un viaje desde el “ser” (“sein” en su lengua materna) hasta el “estar” como diferencia ontológica. Y creo que la metáfora es adecuada porque aún habiendo vivido también en la ciudad de Buenos Aires –donde sólo de vez en cuando diferenciamos el ser del estar– sus imágenes de los márgenes y confines siempre son un testimonio del “mero estar”. Tal vez a esto se refería Chale en las declaraciones citadas en este escrito cuando afirma: “…quisiera pintar algo inmenso y hondo que aunque no se vea está detrás de todas las cosas”.
Proveniente de la dinámica Europa, al recorrer con la pasión que lo hizo la América silente ¿habrá descubierto también ella en su interior su “mero estar”, su pura contingencia? Dado el compromiso humano y artístico que la artista asumió con esta realidad “tremenda y misteriosa” con estos hombres, mujeres y paisajes magistralmente evocados –cuya presencia posterga ilimitadamente la posibilidad de una explicación– es muy probable que haya sentido en algún lugar secreto de sí misma, la posibilidad de una aventura humana muy distinta en los penosos avatares de la existencia americana.
En 1954, luego de realizar el magnífico mural que todavía se conserva en la Galería Santa Fé, Gertrudis Chale murió trágicamente; viajaba en un vuelo que había salido de la ciudad de Mendoza y el avión cayó en Vilgo, Provincia de La Rioja.
Recorrer hoy la obra de Gertrudis Chale, sus pinturas y sus innumerables dibujos realizados con la solvencia que siempre caracterizó a su arte, también fue para mí un viaje hacia mi propio “estar” y me ha evocado todo el tiempo, aquellas palabras de Martín Heidegger: “La construcción artística de algo auténtico es en sí misma la epifanía de lo por ella iluminado y del mundo por ella conservado”.
Raúl Santana
Curador
Reseña