“Madre del modernismo estadounidense”

Comienzos

Mucho antes de que se lanzara al frenético mundo del arte en Nueva York y de que su Jimson Flower No.1 se subastara en Sotheby’s por 44 millones de dólares, O’Keeffe era una joven artista intentando ganarse la vida. En 1915, recién cumplidos los 28 años, aceptó un puesto como profesora de pintura en el Columbia College en Carolina del Sur por 4 dólares a la semana. Su puesto de docente le brindó un espacio para pintar y tiempo libre para dar largos paseos a lo largo del río Congaree y por los Piney Woods de Texas, buscando inspiración en el mundo natural. Aunque de formación clásica, estuvo en el Instituto de Arte de Chicago y en la Art Students League de Nueva York.

En aquella época O’Keeffe estaba interesada en el modernismo europeo y en sus arriesgados presupuestos formales. Sobre su mesa de noche descansaba el libro de Kandinsky Sobre lo espiritual en el arte, considerado una lectura radical, ya que incitaba a los artistas a explorar un paisaje visual interior en lugar de replicar el mundo físico.

Si bien O’Keeffe terminó odiando Carolina del Sur, allí, enmarcada por su naturaleza y alejada de la ansiedad de la influencia propia del mercado del arte, pudo analizar todo lo que había aprendido hasta el momento y rechazarlo. O’Keeffe habló más adelante de este despertar en Carolina del Sur. Una tarde, después de uno de sus largos paseos, colocó toda la obra que había realizado hasta el momento dispersada por el suelo y se dio cuenta de que cada una de sus pinturas reflejaba las técnicas, estilos y temas de sus profesores.

Entre las cuatro paredes de su habitación en Columbia, O’Keeffe decidió alejarse de todo lo que había hecho hasta el momento para empezar a decir “las cosas que eran propias”, según explica el Museo de Arte de Filadelfia. Dejó a un lado pinturas y atriles y se sentó en el suelo. Sumergió el carboncillo en agua para lograr fluidez en el trazo y comenzó a experimentar. Las imágenes se derramaban de la mente al papel, algunas tan intensamente personales que la artista las ocultó, siendo descubiertas después de su muerte.

Naturaleza

Hay múltiples factores que explican el cambio en la expresión estética de O’Keeffe tras su traslado a Nueva York. Además de estar expuesta a la influencia de Stieglitz y los artistas de su círculo, O’Keeffe asistió a las clases impartidas por Arthur Wesley Dow en el Columbia’s Teachers College. Dow proponía un arte que hablara directamente a los sentidos. O’Keeffe, que siempre reconoció la influencia que tuvo su profesor en la evolución de su obra, comentaba que sus principales objetivos artísticos eran expresar la poesía y el misterio de la naturaleza y mostrar el poder creativo “como un don divino, la dotación natural de cada alma humana”, según recoge Celia Weisman en “O’Keeffe’s Art: Sacred Symbols and Spiritual Quest” (en Woman’s Art Journal, vol. 3, nº 2, 1982-1983). En lugar de una enseñanza tradicional basada en principios clásicos, Dow incitaba a sus alumnos a dejar de lado la representación fiel del objeto y buscar una síntesis de lo ideal. Esta síntesis fue definitiva en el nuevo enfoque de O’Keeffe: la llevó a mirar las imágenes como un todo. Si O’Keeffe hubiese sido descubierta fuera de la esfera de su tiempo y fuera del círculo de Stieglitz, es poco probable que su obra se hubiese revestido de ese aura de sexualidad.

La artista se dejó fascinar por las formas de un paisaje que siempre la había atraído
Pinturas como Abstraction White Rose (1927) demuestran que lo que O’Keeffe estaba intentando comunicar a través de su arte no era muy diferente a lo que estaban haciendo otros artistas de la época. En lugar de copiar la naturaleza, se trataba de transmitir la impresión que le producía, cerrar la brecha entre la sensación y la observación. Si bien la artista estaba explorando el reino de la abstracción de manera similar a la de muchos artistas, la representación anatómica de sus flores fue leída bajo una luz sexual en lugar de como un medio para explorar la forma. Dow tenía una idea que fue decisiva en la madurez de la obra de O’Keeffe, “la de llenar el espacio de una forma bella”, como cita Weisman. O’Keeffe trató de presentar imágenes que tenían el potencial para trascender, permitiendo examinar un objeto común desde diferentes perspectivas. Sus abstracciones fueron una decisión consciente de aplastar y exponer los objetos sin precedentes.

Tras distanciarse de Stieglitz en 1929, O’Keeffe se mudó a Nuevo México. Al dejar atrás un paisaje de altos rascacielos y rodearse de cielos infinitos, encontró infinidad de motivos a su disposición. Mientras que los hombres del círculo de su marido siguieron la estela de los movimientos artísticos que se desarrollaban en Europa, O’Keeffe se dejó fascinar por las formas de un paisaje que siempre la había atraído.

La frontera de Estados Unidos se convirtió en un estado de ánimo para la artista y el desierto de Nuevo México, en un símbolo de la visión estadounidense. Al final de su vida O’Keeffe se alejó del control y los presupuestos formales de Stieglitz, pero al negarse a acudir a Europa para buscar referentes y volverse hacia el paisaje estadounidense, O’Keeffe permaneció fiel a los ideales proyectados por el fotógrafo. Aun así se sale de la exposición con la certeza de que al final de su vida la artista logró liberarse de cualquier imposición externa. Sus flores han conseguido sobrevivir al paso del tiempo, a su propio mito y la han convertido en, “madre del modernismo americano”.

La influencia de Alfred Stieglitz

O’Keeffe mandó algunos de estos dibujos a su amiga Anita Pollitzer, una fotógrafa estadounidense y famosa sufragista que vivía en Nueva York. La carta de O’Keeffe insistía en que no mostrase los dibujos a nadie, pero Pollitzer debió de determinar que la originalidad del trabajo era más importante que la petición de confidencialidad de su amiga, y días después fue a presentarle el trabajo al fotógrafo y galerista Alfred Stieglitz. Tras estudiar los dibujos, el fotógrafo pronunció la frase que dio título al libro de Pollitzer (A Woman on Paper): “¡Finalmente, una mujer en papel!”. El resto es historia: O’Keeffe viajó a Nueva York, primero ofendida y después fascinada por el interés del fotógrafo. Stieglitz se divorció y expuso y promovió el trabajo de O’Keeffe durante el resto de su vida. Una de esas muestras exhibía las flores de la artista junto con las fotografías íntimas que Stieglitz había tomado de la pintora desnuda, provocando que la crítica y generaciones posteriores infirieran una relación entre la forma femenina y los pétalos de la flor.

Stieglitz le abrió a Georgia O’Keeffe las puertas del mundo del arte neoyorkino, pero desempeñó un papel controvertido en su carrera, tanto por la imagen que proyectó de ella como por la interpretación de su imaginario. Esta relación fue un arma de doble filo: ganó parte de su fama gracias al apoyo de su marido, pero su obra estuvo siempre sujeta a interpretaciones basadas en poco más que la proyección del fotógrafo. A lo largo de su carrera, en la que O’Keeffe experimentó con distintos estilos de expresión, Stieglitz mantuvo la opinión de que sus cuadros eran, según cuenta Barbara Lynes en O’Keeffe, Stieglitz and the Critics, 1916-1929, “dominantemente emocionales y expresivamente enlazados a su sexualidad”. Es una interpretación que O’Keeffe negó de por vida, llegó a decir que los que veían sexualidad en sus pinturas estaban proyectando sus propias preocupaciones. En los escritos personales de la artista apenas hay referencias al ámbito de la sexualidad. De hecho, afirmaba que la inspiración de sus cuadros eran aquellos aspectos de la naturaleza que sobrepasaban su entendimiento. Quería entender el mundo tratando de darle forma. Esta desconexión entre intención y recepción de su obra se pone de manifiesto en declaraciones como esta: “Odio las flores. Las pinto porque son más baratas que las modelos y no se mueven”.