“El brujo que pinta”

PINTOR, DIBUJANTE, CERAMISTA, ESCULTOR, MURALISTA

La obra de Alberto Cedrón desnuda al hombre. Lo despoja de sus falsedades y lo coloca a empujones delante de un espejo. Tinta negra y colores llevados a sus limites que arrastran a sus figuras (perros, tigres, cabezas, calaveras y carteles) hasta el extremo de la deformación.

Su primera exposición en la galería Guernica, enfrenta sus trazos con los ojos de Antonio Berni, que compra sus primeros cuadros. “Yo estaba influido por Brueguel”, recuerda. “¿Por el clima de sus cuadros, por su técnica?”, se le pregunta. “No, no, por todo –dice, simplemente–. Yo me dejaba influir por él.” Pero también andaban por él los versos de un González Tuñón, los personajes de Roberto Arlt. “Tal vez lo más importante de la neofiguración argentina –dice– salió de esos hombres, de esa literatura. Ellos nos mostraban la otra cara del mundo.”

Cedrón creó una forma de dibujar desde el dibujo popular. Una Nueva Figuración, una Otra Figuración desde los figurines históricos, desde los que figuran como telón de fondo, desde los grasas, desde los indios y los criollos y tanos y los judíos y armenios y árabes también, y tantos otros miles de gentes desesperadas, que llegaron o ya estaban en donde estoy escribiendo este disparate necesario; y fue así que salvaron la vida de ellos y de sus familias numerosas, aunque ahora tengan nostalgia y coman platos de comida con recetas de otro mundo.

“Visita el interior de la Tierra donde rectificándote encontrarás la piedra oculta”. Lo de Alberto Cedrón era eso, ácido vitriólico lanzado en la cara del espectador, un combo entre Barón Biza y los Templarios que crearon el acróstico latino para reemplazar al CAD de los griegos, que era lo mismo. Pero el de Cedrón era y es un ácido que no mata, es un ácido que cura por el espanto, un espejo líquido que nos muestra lo que somos cuando ese espejo se está evaporando y ya no quiere ser una réplica.

La obra de Alberto Cedrón desnuda al hombre. Lo despoja de sus falsedades y lo coloca a empujones delante de un espejo. Tinta negra y colores llevados a sus limites que arrastran a sus figuras (perros, tigres, cabezas, calaveras y carteles) hasta el extremo de la deformación.

Su primera exposición en la galería Guernica, enfrenta sus trazos con los ojos de Antonio Berni, que compra sus primeros cuadros. “Yo estaba influido por Brueguel”, recuerda. “¿Por el clima de sus cuadros, por su técnica?”, se le pregunta. “No, no, por todo –dice, simplemente–. Yo me dejaba influir por él.” Pero también andaban por él los versos de un González Tuñón, los personajes de Roberto Arlt. “Tal vez lo más importante de la neofiguración argentina –dice– salió de esos hombres, de esa literatura. Ellos nos mostraban la otra cara del mundo.”

Cedrón creó una forma de dibujar desde el dibujo popular. Una Nueva Figuración, una Otra Figuración desde los figurines históricos, desde los que figuran como telón de fondo, desde los grasas, desde los indios y los criollos y tanos y los judíos y armenios y árabes también, y tantos otros miles de gentes desesperadas, que llegaron o ya estaban en donde estoy escribiendo este disparate necesario; y fue así que salvaron la vida de ellos y de sus familias numerosas, aunque ahora tengan nostalgia y coman platos de comida con recetas de otro mundo.

“Visita el interior de la Tierra donde rectificándote encontrarás la piedra oculta”. Lo de Alberto Cedrón era eso, ácido vitriólico lanzado en la cara del espectador, un combo entre Barón Biza y los Templarios que crearon el acróstico latino para reemplazar al CAD de los griegos, que era lo mismo. Pero el de Cedrón era y es un ácido que no mata, es un ácido que cura por el espanto, un espejo líquido que nos muestra lo que somos cuando ese espejo se está evaporando y ya no quiere ser una réplica.